domingo, 26 de mayo de 2013

CUILONI...


 
Amables transgresiones
 

Sergio Ramírez
 

            Confiado en la infalibilidad de los diccionarios, o en su sinceridad, fui de niño una vez a buscar en las páginas de uno de ellos ciertas palabras de aquellas que merecían la amenaza de lavarle con jabón la boca a quien se atreviera a decirlas en voz alta delante de sus mayores. Palabras feas, malas palabras. Palabras vulgares.
            Aquel diccionario que descansaba en la repisa de una vitrina de libros, forrado en papel de estraza, era un diccionario pudibundo, porque no tenía ninguna de las palabras que yo buscaba. Las peores de todas, las que más infames sonaban, y las que más detergente merecían, sobre todo si uno las soltaba en retahíla, una de esas jaculatorias caprichosas que no le dejan al hechor sino el recurso de correr para huir de las amenazas higiénicas de la madre, o de las tías, que a veces vienen a ser las peores en eso de prohibirle a un niño ejercitarse libremente en el idioma. El idioma que se enriquece tantas veces gracias a las trasgresiones de la decencia y el amor a las vulgaridades del vulgo.
            Mi diccionario de la infancia tampoco tenía registrado, el término hideputa, que tanto se repite en las páginas de El Quijote. Puede decirse en alabanza de alguien que es un gran hijo de puta que roba a escondidas al erario público con harta habilidad, o un buen hijo de puta puede ser un político marrullero, sagaz en escamotear leyes, o votos.
            No creo que aquel diccionario tan puritano tuviera tampoco entre sus entradas la palabra cochón, pero entonces no la busqué. No debió estar, por razones de la rígida moral académica del idioma. Los filólogos discuten aún si viene del náhuatl-azteca cuilón, o del francés cochon, cerdo, chancho, puerco, cochino, lo que vuelve al vocablo más grosero y despiadado aún.



            En su Verdadera relación de la conquista, Bernal Díaz del Castillo relata que en las batallas los aztecas gritaban a los españoles “palabras vituperiosas”, y cita como ejemplo "¡Oh, cuilones, y aún vivos quedáis!". Sabían los aztecas de ofensas, pues a un soldado de conquista cocinándose dentro de una armadura no habrá habido cosa peor que gritarle homosexual, o su equivalente autóctono, mientras se le amenazaba con la muerte.
            Hay, sin embargo, una palabra arcaica que quiere decir lo mismo, y por arcaica bastante en desuso. Mamplora. Es un nombre galante y nada agresivo que tiene no pocas variantes floridas, así manflor, manflora, manflorita, manflorón, manflorido, manifloro, y que siempre he imaginado venir, mamplora y todos sus derivados, del francés ma fleur, mi flor, aunque los sabios de la lengua afirman que viene de hermafrodita, hijo de Hermes y Afrodita. Pero el hermafrodita  participa de los dos sexos, y representa una dualidad, mientras que mamplora tiene una clara definición.
            Cualquiera sea su procedencia, mamplora se queda lejos de la brutalidad despectiva que tienen marica, maricón, joto, culero, hueco, argolla, pato, puto, cochón, verdaderos estigmas sonoros. Manflora es una palabra si se quiere sana, y se me antoja entre galante, que ya dije, y teñida de cierta intención irónica, y graciosa, que no trasgrede las reglas de la cortesía verbal. Está cubierta, además, de esa pátina del tiempo que vuelve inocentes a las palabras que un día pudieron haberse hallado en las listas prohibidas, y por lo menos hoy, no incita a que nadie amenace con lavarle con jabón la boca a un niño por repetirla a mansalva, antes de emprender la carrera.


Cambridge, noviembre 2009.

www.sergioramirez.com

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